Historia de Villarejo

La matanza, una sabrosa tradición

(Tiempo de lectura: 14 - 27 minutos)

Nuestra vecina Fina Ayuso García-Fraile, fallecía con 94 años el 13 de junio de 2020. Nació en la década de los años 20, por cierto, la última de la que quedan aún supervivientes en nuestro pueblo. Según el último censo apenas si hay 50 de personas en Villarejo nacidas en aquella década (1921-1930) y NADIE anterior a 1921.

Por poner en perspectiva temporal la larga vida de estos héroes y sobre todo heroínas (la mayoría son mujeres), tenemos que comprender que algo tan lejano como la Guerra Civil Española no sólo la vivieron en primera persona, sino que lo hicieron durante sus años de niñez-adolescencia, que su juventud coincidió con la II Guerra Mundial, y que llegaron a vivir la ya muy lejana Transición Democrática (1975), con nada menos que 40 años cumplidos en muchos casos... Se dice pronto. Estas personas que vivieron casi todo el siglo XX y ya gran parte del XXI, constituyen un verdadero testimonio histórico en vida, ya que han sido testigos de unos cambios tecnológicos y sociales sin precedentes en la historia de la humanidad.

Hace ya un tiempo, en el año 2009, Encomienda publicaba unos interesantes reportajes de tradiciones históricas (La Matanza, las Olivas...) que se realizaron gracias entre otros, a la información y las aportaciones de Fina. En sentido homenaje a nuestra querida vecina, quien es la abuela materna además de quien escribe esta líneas, recuperamos uno de esos reportajes repletos de historia, enseñanzas, recuerdos e información:la Matanza, una sabrosa tradición. Y no sólo recuperamos la parte escrita, sino que difundimos también en exclusiva un vídeo con la propia entrevista realizada y grabada a Fina, en el año 2009, cuando contaba con 83 años de edad.

Fina, allá donde estés, muchas gracias por todo tu amor, tus enseñanzas, consejos, y en este caso, por estos valiosos testimonios, gracias al cuales siempre recordaremos de dónde venimos y cómo vivieron nuestros abuelos, bisabuelos y ancestros.

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Josefina Ayuso García Fraile

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Reportaje original publicado en la Encomienda en 2009


Introducción

La redacción de Encomienda una vez más trata parte de la historia y de las tradiciones más arraigadas en Villarejo de Salvanés, en este caso, centrándonos en la matanza del cerdo, hecho que se producía antaño en muchos hogares de nuestro pueblo, puntualmente, al llegar el frío, al llegar el invierno, al llegar esta época en la que estamos.

Hace unos 40 años, la celebración de las tradicionales matanzas, empezaron a decrecer hasta su total desaparición. Hoy en día, la matanza, tal y como se entendía en tiempos pasados, ya no existe desde hace décadas, en parte por las exigencias de las leyes modernas de salubridad que exigen que el sacrificio de cualquier tipo de animal doméstico para consumo, y el tratamiento de cualquiera de sus carnes, tiene que ser en centros especializados, nunca en casas particulares. Esta, quizás, es la razón más clara de por qué hoy no se realiza la matanza, sin embargo, veremos, a lo largo del reportaje, como el paso del tiempo y el cambio de las costumbres, han provocado la desaparición natural de esta sabrosa tradición.

black-baby-pig-piglet-2021-08-30-08-55-32-utc.jpgEn primer lugar, es de rigor conocer un poco más al animal en cuestión, al cerdo. El nombre científico del cerdo es «Sus scrofa domestica» y se trata de un mamífero artiodáctilo. Fue domesticado hace unos 5.000 años y se encuentra en casi todo el mundo. Existen también especies silvestres. La distinción entre esta especie y la doméstica es muy pequeña.

La mayoría de los expertos, considera que los primeros cerdos llegaron a España con los fenicios. Una vez en la Península Ibérica, se mezclaron con jabalíes autóctonos, originándose las peculiares razas ibéricas, de las que destacan las de tronco céltico (cerdo celta, el chato alavés, lermeño de Burgos y el batzán navarro), y las de tronco ibérico (negro lampiño del Guadiana, el cordobés, el balear, el chato murciano, el negro canario y las llamadas razas «coloradas»: torbiscal, campiñesa y manchada de Jabugo)

El cerdo doméstico adulto tiene un cuerpo pesado y redondeado, hocico comparativamente largo y flexible, patas cortas con pezuñas (cuatro dedos) y una cola corta. La piel, gruesa pero sensible, está cubierta en parte de ásperas cerdas y exhibe una amplia variedad de colores y dibujos.

Son animales rápidos e inteligentes. La especie de cerdo doméstico actual está adaptada para la producción de carne, por lo que crecen y maduran con rapidez, con un período de gestación muy corto, de unos 114 días, y camadas muy numerosas, incluso de más de 10 cerditos. En libertad los cerdos pueden llegar a vivir de 10 a 15 años.

Los cerdos son omnívoros y comen, prácticamente cualquier cosa. En muchas ocasiones, los desperdicios de la cocina son parte de su dieta. También suelen comer excrementos, sintiendo particular preferencia por ellos. En estado salvaje, sin embargo, son herbívoros, porque tienen una mandíbula preparada para vegetales.

Los cerdos no poseen glándulas sudoríparas; debido a eso se mojan o enlodan frecuentemente para mantenerse frescos en climas y temporadas cálidas. Si les da el sol demasiado se les puede irritar la piel. Los cerdos tienen el olfato muy desarrollado, y en algunos países europeos son usados para encontrar trufas en el campo.

Además de la carne, del cerdo también se aprovechan el cuero (piel de cerdo) para hacer maletas, calzado y guantes, y las cerdas para confeccionar cepillos. Son también fuente primaria de grasa comestible, aunque, en la actualidad, se prefieren las razas que producen carne magra. Los productos alimenticios más conocidos del cerdo son el jamón, la paleta, el lomo, el chorizo, el salchichón, las salchichas, la butifarra, el morcón, la morcilla, la panceta, el paté, el chopped, y así podríamos seguir varias líneas. Veremos en detalle cómo se fabricaban antaño, y de forma artesanal, todos estos productos, a lo largo del reportaje. Según sea su edad o su utilización, el cerdo recibe diferentes nombres: gorrino (menor de 4 meses), cochinillo (cuando todavía maman), verraco (cerdo macho dedicado a la reproducción), cochino (cerdos cebados para la matanza), lechón (cerdo macho de cualquier edad), gocha (hembra del cerdo), puerco (cerdo cebado).

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Los cerdos están adaptados a climas templados y semitropicales, y se encuentran en muchas zonas del mundo. En el año 2001 los principales países en cuanto al número de animales eran China, con 454 millones de cerdos; Estados Unidos, con 59 millones; Brasil, con 29 millones; Alemania, con más de 25 millones, y España, con 23 millones.

En algunas culturas, como la judía o la musulmana, el consumo de cerdo está estrictamente prohibido, por considerarse «impuro». Es un animal que se asocia habitualmente a la glotonería y a la suciedad.

Nuestra cultura es muy rica en cuanto a dichos, refranes, mitos, etc., sobre el cerdo. En general, se dice que es el único animal que no muere de viejo, debido a que su destino, casi siempre, es el consumo humano. Se dice también que del cerdo se aprovecha todo, incluso las partes que se desechan de otros animales (patas, morro, orejas, intestinos, testículos, órganos internos, etc.) Muy conocido y usado es el refrán de «A cada cerdo le llega su San Martín». A lo largo del reportaje conoceremos el significado de este dicho. También se dice que el cerdo llega a tener un orgasmo de 30 minutos.

Fuente: wikipedia

Publicado en la Encomienda de Diciembre 2009

Según nuestras fuentes, la matanza del cerdo era un ritual imprescindible a la llegada del invierno, sobre todo en las familias que vivían de la agricultura, que aunque hoy todavía son numerosas, lo eran mucho más hace 30 años en nuestro pueblo.

Tras la crianza y «engorde» del cerdo, durante buena parte del año, normalmente, por San Eugenio (15 de noviembre) o San Andrés (30 de noviembre), comenzaba la época de la matanza del cerdo en Villarejo y finalizaba al llegar las Navidades.

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Muchas familias villarejeras, sobre todo las que vivían del campo, criaban un cerdo en sus domicilios. Eran otros tiempos, y las casas de agricultores disponían, normalmente, de patio y corral. Un pequeño espacio de este recinto se dedicaba, durante todo el año, a la cría y engorde del cochino. La manutención anual de toda la familia dependía, en buena parte, de la matanza, aunque tampoco podían faltar en las casas, las patatas y las gallinas. Hay que tener en cuenta que la enorme disponibilidad de alimentos que hoy tenemos, sea cual sea la época del año, gracias a los congelados, a los invernaderos, a las granjas, etc., que nos llegan a través de los supermercados o ultramarinos, era impensable hace más de 30 años. Las familias debían prepararse muy bien para las épocas más escasas de alimento, como el invierno, y el cerdo era un auténtico manantial de productos alimenticios, los cuales, además, se podían conservar muy bien, por medios artesanales, durante largo tiempo.

La cría del cerdo comenzaba con su adquisición, en alguna de las ferias de ganado que se celebraban habitualmente en otros tiempos. De hecho, el origen de Agromadrid, es precisamente ése: una antigua feria de ganado. Según nuestras fuentes, era muy famosa la Feria de Carranque (Toledo) y allí acudían decenas de labradores villarejeros para comprar su lechón.

Había varias opciones para hacerse con uno de estos animales. Había personas que optaban por comprarlo recién destetado de la madre, por lo que, aunque eran muy pequeños y costaba mucho más engordarlos, eran mucho más asequibles. En este caso, costaba cerca de 10 meses engordar y criar al cerdo para su matanza, a la llegada del frío. Estos cerdos podían pesar entre 7 y 8 kilos cuando se compraban.

La otra opción era adquirir en esas ferias, por un más alto precio, un animal ya crecido, pero que solían estar muy delgados. Muchos de los que se compraban en Carranque eran de piel negra y en sólo mes y medio de «cebarlos», el cambio que se apreciaba era enorme. La calidad de los productos posteriores de estos cerdos de Carranque, aseguran nuestras fuentes, era excepcional. El «engorde» de estos animales comprados ya crecidos, solía llevar sólo unos tres meses, por lo que también era una buena opción.

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En los dos casos, tras el período de «engorde», el cerdo podía pesar hasta 12 ó 14 arrobas (1 arroba equivale a unos 11,502 kg.), es decir, más de 160 kilos. El éxito del «engorde» dependía de muchos factores, entre ellos, de la propia naturaleza del animal. Había cerdos que, por algún motivo, no eran tan glotones como otros, y apenas superaban los 100 kilos en el momento de la matanza. Nuestras fuentes aseguran que, lo normal, era que el cerdo pesase más de 150 kilos cuando llegaba su hora.

Las enfermedades que sufre el ganado no es un problema ni mucho menos actual. En épocas pasadas, también el cerdo era presa habitual de males como la triquinosis, u otras enfermedades que ni siquiera se conocían, pero que acababan con la vida de la res, y con la ilusión y la esperanza de toda una familia, que había estado criando al animal, con mucho esfuerzo, durante largos meses. Cuando un cerdo moría de alguna enfermedad, no se podía aprovechar para nada y se tenía que enterrar para evitar males mayores.

La alimentación con la que nuestros abuelos «cebaban» a estos animales se basaba, sobre todo, en ciertas harinas de cereales, normalmente, la harina de cebada y forraje (pasto seco). Los labradores guardaban antaño, en sus graneros, ingentes cantidades de grano recogido durante el verano. Cuando había que alimentar al lechón, se cogían grano en sacos o «costales» y se llevaba al molino para hacer esa harina.

Por supuesto, esta era la base de la alimentación del cerdo, sin embargo, también se le echaban todas las sobras de la comida de la familia: cáscaras de fruta, restos de carne, etc. Sin embargo, esto no pasaba de ser alimentación «secundaria », ya que la principal, como señalamos, se basaba en la harina de cereales, al menos 2 veces al día.

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El cerdo macho era mucho más apreciado que la hembra, ya que engordaba mucho más y hacía mucho más peso. Los machos se «capaban» de pequeños, lo que, según parece,  facilitaba su crecimiento y engorde, además de que era fundamental, para que, tras la matanza, todos los productos fueran de buena calidad. Según parece, si los órganos genitales del cerdo macho seguían en su lugar, cuando le llegaba la hora, las hormonas y sustancias que segregaban producían un mal sabor en todos los productos cárnicos posteriores. De igual forma, un cerdo hembra que estuviera «en celo», tampoco era adecuado para su matanza, por la misma razón.

En la próxima revista repasaremos todos los detalles del ritual de la matanza del cerdo. Conoceremos cómo se preparaban en casa los sabrosos embutidos de antaño, que según los entendidos, nada tienen que ver en el sabor con muchos de los actuales, de producción menos artesanal. Conoceremos también cómo se preparaban otros sabrosos platos relacionados con los productos de la matanza, como las «puches » o el cocido de judías.

Publicado en la Encomienda de enero 2010

Hablamos de pasada, en la primera entrega de este reportaje, sobre el famoso «Lechón de San Antón» y hemos recurrido a nuestras fuentes para que nos ilustren, de primera mano, toda la historia de este famoso animal que cada año se criaba en libertad, vagando por las calles de nuestro pueblo.

La tradición la tenemos que situar en una época relativamente lejana, antes de la década de 1960, cuando, según nos cuentan nuestros mayores, la costumbre del «Lechón de San Antón» comenzó a ponerse difícil por las circunstancias del avance, en todos los sentidos, del estilo de vida. Según nuestras someras investigaciones, era una tradición extendida, al menos en los pueblos castellanos, como era y es el nuestro. El origen de esta costumbre se remonta casi a la Edad Media, y parece ser, según algunas fuentes, que recuerda al pueblo judío y musulmán que tuvieron que convertirse al cristianismo, para lo que, simbólicamente, cebaban y donaban a las parroquias cristianas este cerdo, coincidiendo con la festividad de San Antón.

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Festividad de San Antón a la vieja usanza aún se celebra en La Alberca (Salamanca). Foto laalberca.com

El ritual finalmente se instauró en muchos pueblos y aldeas castellanas, repitiéndose cada año. Pasado el día de San Antón (17 de enero), Patrón de los animales, alguna persona donaba al pueblo un pequeño cochinillo que, directamente, se soltaba por las calles de Villarejo. El cerdo comenzaba un periplo que duraría casi un año, en el que su hogar sería el pueblo entero, todas sus calles, todas sus casas…

El animal se criaba totalmente en libertad, alimentado por todos los vecinos, por las sobras de las casas, por la basura, por los desperdicios, también con piensos y cereales sobrantes, en fin, el tipo de alimentación preferente de estos animales que ya estudiamos en la primera entrega del reportaje.

El «Lechón de San Antón» no tenía un lugar fijo donde pasar la noche o donde ir durante el día, simplemente vagaba por las calles en busca del sustento que encontraba, muy generosamente, de mano de los propios vecinos. El cerdo se criaba muy «hermoso» y sano, siendo cebado por todos los habitantes de Villarejo, y llegando a superar algunos años las 10 arrobas de peso (115 Kg.), algo menos que los cerdos domésticos, lo cual era también normal, debido al ejercicio que todos los días realizaba. El carácter del animal era, la mayoría de las veces, afable y cariñoso con la gente, llegando a comer de la mano de cualquiera que le ofreciese cualquier cosa comestible.

Como dijimos en la pasada revista, el cerdo es un animal muy inteligente. Nuestras fuentes nos cuentan cómo el lechón aprendía y realizaba las «rutinas» que le agradaban, como acudir cada día al sitio donde más y mejor comida le ofrecían. Sabía dónde estaban los arroyos y cenagales de la época y acudía también asiduamente a rebozarse en ellos y beber el agua que necesitaba. Era habitual ver al cochino por el Pozo Marcos, por el desaparecido «El Pilar» y otras fuentes cercanas a Villarejo.

Sorprendentemente el cerdo jamás se «perdía» ni se iba del pueblo. Era muy inteligente y sabía que «la vida fácil» la tenía en la localidad y no fuera de ella. A pesar de lo cerca y lo fácil que tenía escaparse y buscar una vida incierta, pero al menos en libertad en el campo, el animal prefería quedarse en el pueblo y vivir de la generosidad de nuestros antecesores.

También causa sorpresa, sobre todo viendo la vida actual, cómo el cerdo no tenía los problemas a los que, desgraciadamente, ya hoy nos hemos acostumbrado, como los malos tratos a animales abandonados, los robos o el vandalismo en general. Nuestras fuentes aseguran que nunca se conoció ninguna «afrenta» de este tipo relacionada con el «Lechón de

San Antón». Nadie, que se conozca, le maltrató, ni fue robado nunca, lo que dice mucho de aquellas gentes, con muy pocos estudios, pero sí mucha educación y respeto hacia todo lo simbólico e importante. Sólo los más pequeños gustaban de «hacer de rabiar» al animal, aprendiendo éste enseguida la lección y huyendo rápidamente de estas compañías «menos convenientes». En la actualidad, sin entrar en asuntos más sanitarios o sociales, algo parecido, es decir, criar un animal en este plan, sería totalmente impensable.

Y volvía a llegar San Antón, y con él, la hora final de este viejo conocido que ya era muy querido por todo el pueblo. El día 17 de enero los agricultores volvían pronto de las olivas, ya que se tenía que sacar al santo en una procesión que discurría alrededor del antiguo Pradillo, ya desaparecido, entre la actual Iglesia y el Castillo. Al finalizar este acto religioso, se celebraba una rifa a beneficio de la Hermandad de San Antón, donde se sorteaban diferentes artículos, casi todos comestibles (chorizos, melones, etc…) que muchos vecinos donaban a cambio de favores del Santo. Por supuesto, el «regalo estrella» era el «Lechón de San Antón». El vecino que era agraciado con este premio, recibía este auténtico vergel de alimentos, ya totalmente criado y listo para su matanza.

Hoy, por supuesto, ya no existe esta tradición en nuestro pueblo, ni siquiera en la retina de los «maduretes», como el que les escribe. Nuestros padres, apenas si recuerdan atisbos de la misma y se tienen que remontar a su niñez, y tenemos que recurrir a nuestros abuelos que son los que aún guardan en su memoria todos los detalles y anécdotas de esta llamativa tradición que se repetía, año tras año, desde tiempo inmemorial, en nuestro pueblo y en muchos otros de Castilla.

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Festividad de San Antón a en La Alberca (Salamanca), junto al monumento al "Marrano de San Antón". Foto laalberca.com

Algunos pueblos castellanos como La Alberca (Salamanca), se resisten a perder la costumbre y mantienen aún en sus calles al «Lechón de San Antón», más como atractivo turístico, intentando mantener, aunque sea simbólicamente, su sentido primigenio. El «Marrano de San Antón», llamado así en esta localidad, es un cerdo de raza ibérica, y se cría tal y como hemos contado en estas líneas. Tras unos meses de crianza en libertad por ese pueblo, el animal es subastado entre los habitantes, previa compra de unas papeletas, y su recaudación la Parroquia la destina a obras sociales o a una ONG determinada. La devoción de estas gentes por esta historia que ya se ha convertido en leyenda, les ha hecho dedicar una estatua a la importancia del cerdo en la historia de la localidad.

No me canso de repetir la sorpresa que me causa que algo así haya podido ocurrir, de manera general y habitual alguna vez, no sólo en Villarejo, sino en cientos de localidades de la antigua Castilla. Actualmente cualquier objeto, cosa o animal llamativo, en la calle, sin ninguna vigilancia, como ocurría en este caso, sería presa fácil de desaprensivos y vándalos que parece que esperan la ocasión para dar rienda suelta a sus instintos más básicos y abyectos. Sólo tenemos que ver los daños que habitualmente sufre el mobiliario urbano, los adornos navideños, los robos indiscriminados o los maltratos a los animales domésticos abandonados.

Por suerte, y como se suele decir, son pocos, pero se hacen mucho de notar y, por fortuna, la gran mayoría de la gente no es así y aunque todos comprendemos que el «Lechón de San Antón» ya tiene poco sitio en esta sociedad (con algunas excepciones como hemos visto), también por motivos lógicos y sanitarios, cuánto tenemos que aprender aún de nuestros abuelos, ¿verdad?

Publicado en la Encomienda de febrero 2010

NOTA: Los detalles que se exponen a continuación pueden herir la sensibilidad de algún lector, sobre todo los que no hayan asistido en primera persona a la matanza de un cerdo. Por supuesto, en tiempos pasados no había tantos miramientos como ahora y casi toda la familia, incluyendo los más jóvenes, si no participaban directamente, al menos contemplaban de principio a fin todo el «ritual».

Por fin llegaba uno de los días más esperados por toda la familia: el día de la matanza del cerdo. Tras largos meses de «cebado», todos, incluido el «protagonista», el lechón, se preparaban un día antes para la larga jornada que se avecinaba. Normalmente al cerdo no se le daba nada de alimento el día anterior con el fin de que las tripas estuviesen lo más limpias posibles. El resto de la familia preparaba todos los utensilios necesarios para la operación: cuchillos, picadora, ganchos, sogas, barreños, cacerolas, artesas, etc., etc.

Durante el proceso de la matanza, había tareas para todos: hombres y mujeres. Los primeros se encargaban de las tareas más rudas, peligrosas y en las que más esfuerzo se debía emplear, como era sujetar y matar al cerdo y, posteriormente trocearlo para obtener las diferentes materias primas. Normalmente la labor de los hombres finalizaba el mismo día de la matanza. Las mujeres, sin embargo, tenían mucho más trabajo y durante más tiempo. Se dedicaban a las tareas más «ingratas» y también las que más cuidado requerían, como era la limpieza de las tripas, el pequeño troceado, el sazonamiento y la preparación de los ingredientes y la elaboración final de embutidos y otros productos. Muchos de estos trabajos se alargaban durante varias jornadas, e incluso semanas tras el día de la matanza.

Mucho antes de que amaneciese comenzaba el ritual con la llegada de los «matarifes» o «matachines», personas especializadas en matar certeramente al animal, degollándolo y facilitando su desangramiento, algo imprescindible para que luego los productos sean de buena calidad. Cuando llegaban los primeros meses del frío, los matarifes trabajaban «a destajo », pudiendo matar hasta 7 u 8 animales al día. Los primeros y lógicos chillidos del cerdo eran bien oídos, no sólo en la casa, sino en muchas casas a la redonda: era el sonido de la matanza, el sonido que se oía en Villarejo todas las primeras madrugadas del invierno.

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Entre 4 y 5 personas tenían que sujetar al lechón, al que inmovilizaban sobre un banco, ayudándose de sogas y ganchos, para que el matarife pudiera realizar la operación correctamente. Tras clavar el cuchillo, la sangre debía recogerse rápidamente en un barreño y la «mondonguera», normalmente una mujer, tenía que ocuparse de que no se coagulara, removiendo sin parar. Esta sangre, normalmente, mezclándola posteriormente con cebolla, manteca, pimienta y diversas especias, según el gusto, se usaría para realizar las ricas morcillas. La agonía del animal acababa pronto y como si de una cuenta atrás se tratase, era la señal para el comienzo de largos días de preparación de embutidos, adobos, etc.

Poco antes de comenzar la matanza se encendía una hoguera que servía para calentar agua, y que será de gran ayuda en varias fases de la operación. Tras el desangramiento, el cerdo yacía sin vida sobre el banco. Lo primero que había que hacer era «chamuscarlo» y limpiar cuidadosamente la piel, ayudándose del fuego, con el agua caliente y algunos utensilios metálicos también llamados «raspaderas». De esta forma, la piel quedaba limpia de impurezas y pelos, y el animal estaba listo para ser desollado y troceado.

Mientras los hombres se encargaban de ir despedazando el cuerpo del animal, las mujeres tenían que desenredar las tripas, para después lavarlas concienzudamente, una labor nada agradable como se puede suponer. Las tripas se usaban para la realización de muchos de los embutidos, como el chorizo y el salchichón. Todos los intestinos se colocaban en una criba o utensilio similar. Después había que lavarlas, con mucha agua caliente, cambiándola continuamente para eliminar toda la suciedad y, una vez limpias, secarlas con vinagre y sal.

Normalmente se dejaba colgado al cerdo en un gancho esperando el tiempo que fuera necesario para que se enfriase y poder comenzar la preparación de todos los productos. Es importante este detalle porque es la clave de por qué se prefería esta época del año, precisamente la más fría, para realizar la matanza. Hacía falta un frío relativamente intenso para enfriar rápidamente al animal muerto, pero también para la conservación, preparación y curado de muchos de los productos, como los jamones y las paletillas. Muchos de estos productos, tras su elaboración, se «colgaban» en frías cámaras abiertas que, prácticamente mantenían una temperatura similar a la de la calle. Las bajas temperaturas eran requisito imprescindible para obtener un resultado de máxima calidad. En aquel entonces las cámaras artificiales frigoríficas no estaban al alcance de cualquiera o ni siquiera existían: por eso las matanzas se realizaban en invierno.

La preparación de los embutidos, en general, se basaba en primer lugar, en el picado fino de la materia prima (carne del cerdo), que se podía realizar ayudándose de algunos utensilios y de máquinas picadoras de carne; después venía el sazonado; después la mezcla cuidadosa de todos los elementos y, finalmente, ayudándose de la embutidora, o a mano, se introducían dentro de la tripa (intestinos). Es importante señalar que igual que hoy, cada cual tenía su estilo y había tantas variedades y sabores en los productos finales, como hogares existían. A todos y cada uno de los embutidos, cada «sazonadora» le daba su toque personal, por lo que se puede hablar siempre de ingredientes básicos y luego de aderezo «al gusto» que podía incluir infinitas combinaciones de otros ingredientes.

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Comenzaba entonces la preparación de los embutidos. Lo más rápido y lo primero eran las morcillas, que se hacían con los ingredientes básicos de la sangre no coagulada del cerdo, manteca, cebolla y otros aderezos (Ej.: pan, calabaza, pimiento, anises, arroz, etc.). Se batía todo bien y, una vez introducidas en la tripa y bien atadas, se cocían y después se dejaban secar.

Para el resto de embutidos típicos, como el chorizo y el salchichón, se picaba la carne de los mantos, la paletilla y otras zonas secundarias del cerdo. El salchichón tiene como ingredientes básicos, aparte de esas carnes, intentando que tenga menos grasas que las del chorizo, la sal, el ajo, el orégano, la pimienta, el vino blanco, y podríamos seguir… Dependía ya del cocinero en cuestión. El chorizo se realizaba con carnes más grasas, a las que se añadía también sal, vino blanco, cominos, ajo y el ingrediente principal que el pimentón.

En ambos casos se solía emplear también aceite de oliva para dar más sabor y facilitar el deslizamiento de la carne dentro de la tripa. Los embutidos se conservaban muchos meses con su sabor intacto o incluso mejorando, gracias al secado posterior, la sal y la grasa que contenían.

El cerdo es un animal con mucho sebo, mucha grasa. Toda esta manteca se solía apartar y emplear en casi todos los productos, siempre a gusto de la cocinera que los preparaba. Si se querían embutidos con más «sustancia» se añadía más grasa a las mezclas. La manteca de cerdo merece tratamiento aparte, ya que permitía la realización de varios productos muy sabrosos, incluso de repostería. Los más conocidos eran las tortas de manteca o chicharra, muy ricas y que aún se siguen vendiendo en algunas panaderías de Villarejo, realizadas siguiendo antiguas recetas. Con la mezcla de harinas y azúcares con la manteca del cerdo se fabricaban ricos dulces navideños típicos como polvorones y mantecados.

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La propia manteca y el tocino (carne grasa casi 100%), eran uno de los ingredientes principales de muchos platos típicos como las gachas, las migas, el cocido, etc. También se fabricaban las cortezas y los torreznos, muy ricos y sabrosos, y con muchas calorías, ideales para los largos días de duro trabajo en el campo.

Las otras carnes principales, como los jamones, el lomo y las costillas se trataban cuidadosamente, sazonándolos dependiendo, con adobo, pimentón, ajo, cominos y sal en abundancia. En el caso de los jamones, se dejaban hasta 15 días en contacto con abundante sal, para después eliminar todo resto de humedad. Después se colgaban a temperatura ambiente para su «curado» durante varios meses. Según nuestras fuentes había que tener mucho cuidado con la «moscarda», ya que su picadura en los jamones podía provocar que el producto se estropease totalmente.

El adobo era un preparado de especias (el más habitual, pimentón, orégano, sal, ajos y vinagre…), que se usaba para conservar los alimentos. Proporcionaba una protección a las carnes que las mantenía aptas para su consumo durante meses. Hoy en día, el adobo sólo se usa como método para dar ese sabor tan especial a algunas carnes e incluso pescados.

Era habitual adobar el lomo y las costillas del cerdo. El primero, tras adobarlo, se introducía en la tripa, para posteriormente secarlo. Las costillas se solían secar posteriormente, colgándolas en la chimenea de la cocina, para que se ahumaran, con lo que, además de conservarse, ofrecían sabores más diversos y ricos.

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Y podríamos seguir… La preparación completa de todos los productos porcinos, así como sus variedades, podría llenar varios libros. Dependiendo, no sólo de la casa, sino de la zona de España, también había muchas variedades e incluso embutidos totalmente autóctonos, como las «butifarras» (realizadas con carne cocida de cerdo y especias) de Cataluña, o el «Botillo» (realizado con el estómago del cerdo) de El Bierzo (León).

Muchos años después, cuando el estilo de vida comenzó a ofrecer menos penurias y más recursos, aparecieron nuevos embutidos que, con sus respectivas variedades, prácticamente alargan hasta el infinito la lista de productos que se pueden obtener del cerdo: chopped, lacón, jamón cocido, mortadela, salami, «cabeza de jabalí», salchichas, etc…

El resumen es que lo único que no se podía aprovechar del cerdo eran las pezuñas. El resto, todo se aprovechaba, hasta los huesos para dar sabor a diversos platos. También se comían el morro, las orejas, el hígado, la lengua… y bien sabroso y rico que era todo. Este animal y su matanza era imprescindible para todos los agricultores. Como hemos comentado a lo largo del reportaje, gran parte de la alimentación de la familia tenía que ser garantizada durante esas semanas de matanza. Hoy en día, el ritual de la matanza del cerdo, como el que hacen regularmente la Asociación de Mujeres Alcoranas, se ha convertido en una fiesta gastronómica y en una forma de rememorar esta antigua tradición. Nunca debemos olvidar que antaño era vital y la base alimenticia sobre la que las familias vivían el resto del año.

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